Economía 2019, la recta final de otro fracaso, parte I

Por Gustavo Grinspun.

Transcurridos ya tres años de gestión económica a los tumbos y entre recientes corridas cambiarias, agotados al menos cuatro planes económicos previos al actualmente vigente, en una coyuntura presente de aguda recesión económica con alta inflación y fuerte caída de ingresos, al borde de un nuevo default en ciernes de la deuda pública, y con altísima incertidumbre para el futuro inmediato, el gobierno ha entrado en su último año con perspectivas similarmente sombrías de final de gestión.

Terminará de consolidar con su desarrollo eventual otra administración económica fracasada en el país. Pero será con la infausta diferenciación de haber deteriorado en su transcurso todos los indicadores económicos y sociales con los que evaluarla y, adicionalmente, haber agregado o restablecido otros más estructurales que mucho había costado superar. Dejará a la próxima administración desfinanciada, con fuentes de financiación saturadas, con una situación productiva de grave deterioro y una situación laboral y social de alta volatilidad. Para entonces, desde otra concepción política, como polo agrietado opuesto y espejo, se habrá sumado al historial macroeconómico de descalabros que heredase del kirchnerismo y que, en el balance final, habrá agravado. La realidad terminará de dejar exánime al relato de la “nueva política”. Habrá agregado así su propia aciaga contribución a una fatídica cadena de frustraciones y asignaciones pendientes en esta materia que la política nacional tiene universalmente con la novel democracia recuperada hace 35 años.

Luego de más de dos años y medio de aplicación, hacia fines de abril pasado, con las primeras corridas cambiarias, se puso en evidencia el fracaso manifiesto de la política de estabilización de precios que el Gobierno llevaba hasta entonces. Estaba sustentada en un esquema de “metas de inflación”, que desde el principio fundamentamos como inapropiado para la economía nacional. En particular en la coyuntura en que fue implementada. No sólo por la dinámica inercial de los altos niveles de inflación aun subsistentes sobre los que se pretendió aplicarlo, a septiembre de 2016, sino también por el contexto de inflexibilidad fiscal de corto plazo y el sustantivo desajuste de precios relativos aún prevaleciente por entonces. Aún más allá de los errores de proyección, tanto originales como de posteriores correcciones, en la fijación de los niveles absolutos de las metas trazadas, la “financiación” de la necesaria recomposición de reservas con ingreso de capitales especulativos de corto plazo y el enjuague de la gradualidad fiscal con endeudamiento externo masivo, le proveyeron de irremisible insustentabilidad al esquema aplicado. La pretensión de acomodar la evolución de la demanda agregada y la regulación indirecta del tipo de cambio, con sólo una elevada tasa de interés, y la de alinear la política de precios al “anclaje” (atraso) consecuente del tipo de cambio, generaron un sesgo recesivo sobre el ciclo productivo, más allá de su condición cíclica, y nuevas distorsiones adicionales de precios relativos.

En el corto plazo, esas inconsistencias sólo podían solventarse como se hizo, con el incremento simultáneo de déficits trillizos. Más allá de ciertas ambivalencias, se incrementó el déficit fiscal. Fue principalmente porque la cuenta de intereses crecía más rápido que la reducción de otros rubros incidentales de gastos, por aumento vertiginoso del stock de deuda y gradual de la tasa de interés internacional. Se incrementó el déficit de cuenta corriente, por efecto de la rápida apreciación sobreviniente del peso y la consecuente pérdida de competitividad financiera y de desprotección efectiva de nuestro comercio exterior. Y se incrementó, de manera explosiva, el déficit cuasi-fiscal para absorber la fenomenal creación de liquidez derivada del masivo ingreso de divisas. A partir de 2017, éste déficit financiaba ya no sólo el desbalance fiscal, sino también una gravosa fuga de capitales del orden acumulado al presente de unos U$ 65.000 millones, favorecida por la flotación “limpia” del tipo de cambio y el libre movimiento de capitales vigente. El régimen aplicado introdujo un sesgo adicional de volatilidad cambiaria y de inestabilidad de precios. Las metas inflacionarias se alejaron cada vez más de las expectativas privadas de formación de precios sobre las que pretendía incidir.

Los mercados internacionales de capitales que, hacia finales del 2017, seguían distraídos por los efectos edulcorados del triunfo eleccionario de medio término del gobierno. Sin embargo, al inicio del 2018, comenzaron progresivamente a advertir sobre las inconsistencias del programa y a dar las primeras señales de saturación para seguir prestando masivamente a la Argentina. Gradualmente, primero, y más ostensibles luego, el riesgo-país y la evolución de precios de la deuda argentina fueron reflejando esta perspectiva de inminente contracción a nuevos financiamientos. Finalmente, reaccionaron con una súbita interrupción (sudden stop) del flujo de financiamiento soberano, en abril.

La reacción del ejecutivo fue terminar de alinearse al eje político norteamericano y acudir precipitadamente a la ayuda financiera del FMI. Esto derivaría luego en el fiasco programático de su primer acuerdo con ese organismo. Aún antes de cumplir con la revisión de la primera meta cuantitativa del programa, el gobierno ya había dilapidado la totalidad del desembolso inicial del préstamo, U$S 15.000 millones, en financiar la fuga de capitales, sin poder evitar nuevas corridas desestabilizadoras contra el peso. En apenas un par de meses perdió el control del programa y corrió detrás de los acontecimientos, del mercado y de la devaluación. Los flujos financieros locales también se interrumpieron de manera repentina. La inversión se congeló y el consumo se derrumbó. La actividad productiva entró en un estado de paralización abrupta y la pendiente del ciclo económico, ascendente durante el primer trimestre del año a un importante ritmo del 4% anualizado, se frenó. La economía quedó sometida a bruscas alteraciones de precios relativos, transferencias inerciales e injustas de ingresos y ilegítimos traspasos de riqueza. Y también expuesta a peligros incrementales de una espiralización inflacionaria. La gobernabilidad corrió riesgo de ser afectada

Sin embargo, casi como un balance simbólico de su gestión, el ejecutivo volvió a apelar como solución a la lógica ajustadora del FMI, pero ahora bajo preceptos monetarios y fiscales de ortodoxia extrema. Reiteró así una lógica circular de ajustar sobre el ajuste previo, una suerte de convalidación del concepto del ajuste infinito.

Pero, esta vez, con un giro más avieso de implementar este nuevo ajuste sin contemplaciones por la magnitud de la contracción macroeconómica que requiriese, ni por las consecuencias derivadas sobre la economía real, la pérdida de riqueza o el sustento económico de las personas. Lo decidió bajo criterios de autosuficiencia política, sin buscar consensos que pudieran proveerle de mayor acompañamiento en la negociación, sustentación programática o gobernabilidad doméstica ante la protesta social y la contracción productiva previsible. Con ello, a partir de allí, el gobierno quedó aislado y a la defensiva respecto de su programa económico. Ha vuelto a evidenciar su autismo político y su incapacidad de gestionar la necesaria corrección programática, a la que su propia incapacidad previa nos llevó.

“La magnitud de este ajuste, en un período tan breve, no tiene precedentes en la historia económica nacional. Y esto, lejos de reconocerse como la carga política que es, se lo exhibe como un mérito”.

En la reformulación del programa, el esquema de “metas de inflación”, moribundo con anterioridad y ya vaciado de contenido conceptual en el primer acuerdo fallido con el FMI, se dio como fracasado y fue definitivamente abandonado. En el nuevo acuerdo con el organismo, el esquema monetario dejó de estar sustentado en el manejo de la tasa de interés para pasar a estarlo en el manejo de los agregados monetarios. Se instauró una política de implícita “convertibilidad monetaria” (crecimiento nulo promedio de la base monetaria o sólo contra incrementos de la posición neta de reservas). Subsidiariamente, se implementó un esquema de bandas de flotación cambiaria, que delimitaron zonas de comprometida intervención / no intervención del BCRA en el mercado de cambios. El nuevo esquema monetario-cambiario se convirtió así (la recesión consecuente) en el principal nuevo anclaje de estabilización cambiaria y de precios. Postergó o contuvo las expectativas devaluatorias y el drenaje de divisas, pero se “llevó puesta” a la actividad económica.

Inicialmente, las tasas de interés de referencia alcanzaron niveles insólitos del 70%, tácitamente rayanos con rangos infinitos. Esto hizo virtualmente desaparecer el crédito de evolución y postergar de manera indefinida prácticamente toda perspectiva de inversión. Obligaron a los agentes económicos a desatesorar para financiar el mantenimiento de estructuras productivas crecientemente ociosas o para invertir en su reconversión al achicamiento. Es decir, por desahorro, la política implementada ha venido llevando a una turbadora pérdida de riqueza en la economía, de magnitud aleatoria e indeterminada.

En base al shock de iliquidez monetaria generado, y a la consecuente contracción aguda de la demanda agregada, estos anclajes aplazaron los riesgos hiperinflacionarios más inmediatos. Sin embargo, no evitaron el impacto inercial de las corridas cambiarias sobre la evolución de precios. Contra una devaluación nominal anual (últimos 12 meses) del 105%, el pass through (traslado a precios) ha sido del 78%. Esto deja un margen potencial de traslado de magnitud. Y, conjuntamente con la errática trayectoria que sigue teniendo el tipo de cambio, aún por dentro de la banda de flotación, hacen presumir una extensa continuidad de la rigidez en la astringencia monetaria a ser aplicada. Por lo tanto, una continuidad de la inflexibilidad de las tasas de interés a perforar significativamente los niveles actuales, en torno al 60%. Por extensión, es esperable una trayectoria recesiva más prolongada del ciclo productivo y de recuperación mucho más lenta que las deseadas y anunciadas por el gobierno.

Sin embargo, sea por la realización gradual del traslado residual de las devaluaciones a precios, por desacoples de expectativas o por apelar a los “mark-ups” (remarcaciones), como mecanismo defensivo ante la caída de las cantidades, las medidas adoptadas no han generado, por ahora, los efectos des-inflacionarios buscados. Al menos no de una significación acorde a la magnitud del ajuste practicado.

Se verifica una desaceleración importante de la inflación en los últimos dos meses del año pasado respecto de los dos meses precedentes. Hubo 3.2% en noviembre y 3.1%, estimado, según UMET, en diciembre, contra un 6.5 en septiembre y 5.4 en octubre. Esto redujo el ritmo inflacionario anualizado de un bimestre al siguiente, del 78% al 41%. Sin embargo, el valor anualizado de la inflación promedio del último trimestre alcanzó un ritmo en el rango del 51% anualizado y del último cuatrimestre de más del 59%. La inflación (estimada) del año terminó cerrando en torno al 48%. Se trata de la más alta de los últimos 27 años en el país. Y, como se ve, en cualquier hipótesis razonable que se asuma para el cierre final del año, terminará dejando un fuerte “efecto de arrastre” estadístico para el 2019. Es un fenomenal fracaso político en esta materia, si consideramos que el combate a la inflación fue planteado por el gobierno como un objetivo prioritario de su política económica, presumidamente obtenible con su mera aplicación y gestión y como un prerrequisito al crecimiento y a las reformas prometidas.

El efecto combinado de la rigidez monetaria extrema y la inercia del impuesto inflacionario está ayudando a financiar el ajuste fiscal. Hay sobre-cumplimiento de las metas 2018 en aproximadamente 1% del PBI. Lo cual, en principio, abre perspectivas alentadoras de cumplimiento de la meta suscripta con el Fondo de déficit primario cero para 2019. Sin embargo, esas perspectivas se ven comprometidas por la elevante caída en los ingresos tributarios del 2018, que en términos reales (en relación a la inflación) cayeron más de un 16%, a pesar de un incremento en la presión tributaria, y su perspectiva de seguir acompañando la proyección recesiva de la en este 2019.

La recesión instalada cayó en una pendiente más aguda en el último trimestre del 2018, -4.2% anualizado, y su proyección para el primer trimestre de este año todavía se profundiza más, -4.6%, anualizado. De esta manera, la sangría cambiaria se detuvo, pero las consecuencias quedaron. El nuevo programa resultó encorsetado en una concepción dogmática de búsqueda de los equilibrios financieros, tan inmediatos como fuera posible, de los déficits gemelos: fiscal y de cuenta corriente del balance de pagos.

El gobierno aspira a realizar entre el año pasado y este un ajuste del déficit fiscal de casi 3% del PBI, de 2.4% de reducción año / año, y del 10% por año en el gasto público, en términos reales. Y, sustentado en un ajuste del tipo de cambio nominal de más del 100% y del 40% en términos efectivos, aspira a un ajuste externo de casi 3.5% del PBI, que lleve el déficit de cuenta corriente de la balanza de pagos del 4.8% del PBI al 1.3%. Es decir, una descomunal contracción de este déficit de cuenta corriente del orden del 73% de un año al otro.

“La inflación (estimada) del año terminó cerrando en torno al 48%. Se trata de la más alta de los últimos 27 años en el país”.

Es una hipótesis difícil de concebir en una coyuntura aún muy recesiva el año entrante, de incertidumbre electoral que posiblemente alimente conductas defensivas adicionales, y postergaciones de compromisos productivos, en un contexto de mercado libre de cambios y con una economía extranjerizada en la que 2.5% del PBI es afectado al remito de dividendos, royalties y demás servicios al exterior. La magnitud de este ajuste, en un período tan breve, no tiene precedentes en la historia económica nacional. Y esto, lejos de reconocerse como la carga política que es, se lo exhibe como un mérito.

La profundidad mayor que la prevista de la recesión, que han evidenciado los indicadores de producción del último trimestre, regenera la posibilidad de nuevas inconsistencias. Si la base imponible se contrae más de lo programado, la recaudación crece proporcionalmente menos que lo programado. La conjunción de menor gasto público y nuevos impuestos – o suba de alícuotas de los existentes- se suma como efecto recesivo sobre la actividad privada y, ante cada nuevo ajuste, el cumplimiento de la meta comprometida de ingresos tributarios necesita de cada vez mayor presión tributaria. Por caso, si la inflación anual alcanzó un rango del 48%, la suba del IVA en el 2018 del 44.3% está mostrando bajas en el consumo, por lo que requeriría de algún otro ingreso tributario que lo suplemente.

Entonces, la tendencia recesiva se profundiza, el cumplimiento de la meta fiscal se agrava, y el problema se realimenta, lo que lo exhibe como inconsistencia. Pero además, el incremento persistente de la cuenta de intereses, que ya es el rubro de gasto más significativo después del gasto previsional, ralentiza el esfuerzo fiscal corriente y potencia el riesgo de inconsistencia. La alta proporción de deuda en divisas externas, 80% sobre unos U$S 144.000 millones tomados en estos tres años de macrismo, mayoritariamente a acreedores del exterior, y la constante dinámica devaluatoria, hacen que la cuenta de intereses crezca a un ritmo totalmente desacoplado (20% año / año) respecto del nivel de actividad, también de la base imponible de la economía y del nivel de ingresos fiscales. Mientras la meta fijada y sobre-cumplida del déficit primario pasa de 2.7% del PBI en 2018 al 0% en 2019, los intereses pasan de representar el 2.9% del PBI al 3.2%. Es decir, el drástico ajuste del balance fiscal primario viene a financiar el incremento en los intereses de la deuda pública. Esto implica una fenomenal transferencia de ingresos a favor de los acreedores, mayoritariamente del exterior. Sólo una parte minoritaria de ese ajuste primario se ha proyectado con reducción de gastos, por lo que la drástica reducción se prevé concretar en base a un incremento de la presión tributaria. Esto refuerza el sesgo recesivo de la política en aplicación y retroalimenta el círculo de la inconsistencia.

No sería razonable esperar que la solución fiscal venga ni por mayores niveles de recaudación, ni por el efecto de la inflación, ni por mayor actividad económica privada, ni por recaudaciones suficientes de los impuestos aduaneros. La recesión parece estar teniendo el efecto de reducir los recursos cuando más necesitan ser aumentados para solventar los pagos de intereses de la deuda externa. Esto proyecta un cono de sombra sobre la solvencia fisca necesaria para atender los servicios de deuda sin nuevo endeudamiento a partir de 2020, al igual que sobre la disponibilidad de las divisas necesarias para ello.

Continuar con la misma política de endeudamiento no pareciera factible, ni por previsibilidad de acceso a los mercados de capitales en las magnitudes del nuevo endeudamiento requerido, ni por la posibilidad de repetir fondos frescos suficientes del FMI. La perspectiva de una reestructuración de deuda se cierne sobre el horizonte económico del próximo gobierno, cualquiera sea su signo político.

(Continuará…)

Fuente: Replanteo


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