Por: Carlos Trujillo*
El desarrollo sostenible también requiere de un consumidor comprometido con el proceso productivo.
Uno de los pilares del establecimiento de sistemas y formas más limpios de producción que promueve el campo de la ecología industrial es la llamada economía circular. Es un concepto que ya cuenta con algunos años según el cual, en términos muy simples, la producción debe aprovechar los residuos y disminuir los desechos, idealmente hasta cero. De esta forma se deja de usar el ambiente como depósito de residuos y el sistema productivo se vuelve cíclico en lugar de lineal. Muchos pasos se han dado en la promoción de este tipo de producción y muchos retos, físicos, económicos y regulatorios han sido identificados para su implementación.
En este panorama, el rol del consumidor sigue siendo muy pasivo, como receptor final de unos productos y servicios que le satisfacen unas necesidades. El llamado principal hasta ahora, es a reducir o racionalizar el volumen de consumo y por supuesto a reciclar. Pero esto sigue una lógica lineal, no circular. Es decir, el consumidor paga un precio por recibir un producto o servicio que tiene un valor para él, y una vez usado, o lo desecha o devuelve al sistema productivo aquello que sea reutilizable.
La literatura más reciente ha hecho eco de la posibilidad de darle al consumo un sentido circular. En este, los consumidores mismos, sin necesidad de la intermediación de otros actores de la cadena de valor -distribuidores o productores-, se encargan de multiplicar el valor de los bienes que ya están en sus manos a través del arreglo, reuso y redistribución de productos y servicios. El consumidor se convierte en real co-creador de valor, o prosumidor –‘pro-sumer’ en inglés-, es decir, en un actor real de la creación de valor en el ciclo económico.
La actividad más reconocida de consumo circular es la denominada freecycling. En esta, los consumidores utilizan canales propios, usualmente a través de redes sociales, para ofrecer gratis a otras personas, productos que todavía tienen un valor de uso. No es un mercado de segundazos, son espacios donde de forma gratuita las personas ofrecen y solicitan bienes que a través de simples reparaciones (o ninguna) y mucha creatividad multiplican su generación de valor sin que por ello medie ningún tipo de precio, solo unos pocos gastos de envío, si es necesario. Los pocos estudios que hay sobre el tema han mostrado que la multiplicación del valor que hacen las personas es realmente desbordada.
Necesitamos incorporar estas tendencias en la política pública y en los sistemas de incentivos al emprendimiento. No se puede negar que el consumo circular puede amenazar una porción no despreciable de los beneficios económicos de las empresas afincados en el modelo transaccional tradicional, en el cual si uno necesita algo, va y encuentra una empresa que le venda una solución.
Los modelos estándar de reciclaje todavía operan sobre esta premisa, ya que el proveedor del material se vuelve el consumidor, pero es solo un proveedor más, no tiene relevancia su rol como consumidor. La circularidad sigue en manos de la producción. Las amenazas a la industria tradicional no pueden ser la barrera. Ojalá veamos pronto comunidades de freecycling operando en nuestro país, y con estímulos del gobierno. Este tipo de movimientos, junto con otros más cercanos al consumo mismo, como el consumo colaborativo, abren enormes posibilidades para desarrollo masivo de un estilo de consumo sostenible que tenga un impacto real en el desarrollo.
*Profesor e investigador, facultad de Administración, Universidad de los Andes.
Fuente: Semana Sostenible