Trabajos con alma

El confinamiento tiene efectos de una magnitud sin precedentes sobre el empleo. En esa catástrofe podemos, si queremos, encontrar la semilla de una sociedad mejor, situando la función del trabajo, más allá del terreno puramente económico, en el plano de las necesidades humanas. A ello puede ayudarnos una frase de Albert Camus, hombre sensible a las profundidades del alma humana, que escribía: “Sin trabajo, toda vida se pudre. Pero bajo un trabajo sin alma, la vida se ahoga y se apaga”.

Sin trabajo, la vida se pudre. Esa evidencia da sentido a las medidas adoptadas por el Gobierno para ayudar a la supervivencia de trabajadores y empresas, aunque hay que admitir que son muy insuficientes en cantidad y lentas en su aplicación. Es preciso lograr los recursos suficientes para paliar la destrucción de empresas, aunque sea a un mayor coste, y aunque nuestros admirados socios europeos frunzan el ceño. Sea como fuere, esas medidas no bastan: el pozo en que nos deje la recesión será menos profundo, pero si sólo logramos prolongar y extender las ayudas, muchas vidas se pudrirán. Aunque la desescalada vaya como deseamos, la caída de la demanda impondrá un periodo de actividad reducida: hace falta aprovechar ese periodo para ir preparando a trabajadores y empleados para los cambios en la forma de trabajar que la crisis trae consigo. Para ello es indispensable una estrecha complicidad entre Gobierno y empresas: el Gobierno ha de colaborar con estas para proteger al trabajador. El empresario, por su parte, ha de hacer lo posible para que los que son o han sido empleados suyos sientan que siguen formando parte de una comunidad y no son un recurso de usar y tirar. El empresario tiene, además, la responsabilidad de emplear el progreso técnico para hacer más productivos a sus trabajadores, más que para prescindir de ellos.

Las leyes del mercado a veces recompensan lo que no vale gran cosa y no lo más esencial

Pasemos ahora a la necesidad de crear trabajos con alma. La pandemia nos ha revelado un gran secreto: podemos hacer que un trabajo tenga alma con solo reconocerlo en lo que vale, de tal forma que quien lo desempeña sepa que tiene un lugar digno en la comunidad. El reconocimiento que hemos brindado, a lo largo de estas semanas, a tantas tareas humildes, a tantos trabajadores hasta ahora invisibles, ha de transformarse en algo duradero, ­inculcado en casas y escuelas hasta ser ­natural, y su consecuencia lógica ha de plasmarse en salarios y condiciones de trabajo decentes.

El llamado progreso tecnológico podría haber resultado en una dramática reducción de la jornada de trabajo. Sin embargo, no ha sido así: la reducción de la jornada ha sido marginal en muchos casos, e inexistente precisamente en los trabajos mejor pagados. Acabamos de reconocer que muchos trabajos considerados humildes son indispensables, pero al mismo tiempo puede asaltarnos la sospecha de que otros, mejor vistos, pueden no servir para nada. Así opina el antropólogo norteamericano David Graeber, en un reciente libro titulado Bullshit jobs: A theory (2018), título que podemos traducir, con cierta benevolencia, como “una teoría de los trabajos fútiles”, que el autor define como “una forma de empleo remunerado tan carente de propósito, tan innecesario o pernicioso, que ni siquiera el empleado mismo puede justificar su existencia”. En opinión de Graeber, más de la mitad del trabajo creado por una sociedad como la norteamericana entra en esa categoría, porque no sirve para nada. Además, dice, los trabajos fútiles se concentran en el sector privado: servicios legales, finanzas, recursos humanos, relaciones públicas y consultoría son algunos de sus campos de cultivo, ¡lo que no significa que en ellos sólo crezcan trabajos fútiles! El lector ha de saber que Graeber sustenta su tesis en el testimonio de cientos de tenedores de esos trabajos.

Los proyectiles de Graeber van dirigidos a los mismísimos pilares de una sociedad como la nuestra, y la indignación que podamos sentir al escuchar sus opiniones puede desembocar en apoplejía; sin embargo, fuerza es admitir que a lo mejor tiene algo de razón. Ahora que nadie nos ve, quizás admitamos haber desempeñado alguna vez funciones superfluas, ostentado cargos fútiles, llevado a cabo tareas que poco aportaban a la sociedad. Vemos así que algunas tareas, de una utilidad indiscu­tible, no tienen alma por no ser reconocidas por la comunidad, mientras que damos reconocimiento a trabajos fútiles, que no tienen alma precisamente por no tener sentido.

Empezamos a hacernos una idea de la extensión y profundidad de los cambios que nuestra sociedad habrá de experimentar. Buscamos una brújula para orientarnos, pero sabemos que lo que llamamos leyes del mercado no son una guía infalible, porque a veces recompensan lo que no vale gran cosa y no lo más esencial. Quizá nos sirva la frase de Camus: busquemos trabajos que nos mantengan vivos, y ofrezcamos trabajos que impidan que la vida se ahogue y se apague.

Fuente: lavanguardia.com – Alfredo Pastor – Profesor de Economía del IESE


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